NacerEs, la naturaleza en collage
NACER-ES
Para los antiguos druidas, el árbol simbolizaba la verticalidad, la evolución espiritual, la ascensión al Cielo. La misma palabra druida significa el que aprende del roble.
El acebo, otro ejemplo, era el elegido para celebrar la Yule*, su forma piramidal absorbe energías sanadoras del cosmos y ahuyenta a los malos espíritus. Tan mágico será que curiosamente nos regala sus frutos en invierno.
El árbol comunica lo subterráneo con sus raíces, la superficie con el tronco y la divinidad con la copa. No por nada es el hogar de hadas, traucos, gnomos y duendes. Aparece como higuera para iluminar a Buda, quien renace a su sombra al cabo de 49 días. Se hace fresno, bajo el nombre de Iggdrasil, tan fantástico para los nórdicos y que comunicaba, ¡otra vez!, estos tres mundos. Sus manzanas de oro eran cuidadas por Freya: la diosa del Amor, algo muy parecido a lo que ocurría con el tan codiciado árbol del Jardín de las Hespérides; aunque aquí no era una diosa su guardiana sino Ladón: un terrible dragón de cien cabezas, quien protegía el elixir de la inmortalidad tan celado por Hera. De él crecían las manzanas doradas, cuyo robo fue el undécimo trabajo de Hércules y por las cuales se desencadena el caos cuando Eris deja caer la Manzana de la Discordia.
En la mitología china, Fusang es el árbol sagrado del este, que, plantado en medio del mar, levanta los diez soles en cada amanecer. Un sol permanece en la parte mas alta mientras que los otros nueve funcionan por turnos. Cada uno de ellos es movido por un cuervo que sacude las alas y, de esta manera, renace el alma.
El Árbol de la Vida es uno de los símbolos más adorados en la tradición judía. Los sabios sefardíes, originarios del reino de Aragón, dan con un conocimiento filosófico y matemático que más tarde llamarán la Qabbaláh; que mucho tiene que ver con este árbol. La información que encierran los diez sefirots con sus senderos que, casualmente, me hacen recordar a los diez soles del Fusang, nos transmite, otra vez, la unidad de Dios y su omnipresencia en todas las cosas.
Árbol de la Vida – Tradición judía
Curiosamente, si ubicamos este árbol sagrado (que, en definitiva, dibuja dos tetraedros) dentro de otra geometría sagrada como es la Flor de la Vida, veremos que los sefirots del primero encajan perfectamente con las líneas circulares del mandala de la Flor. ¡Una imagen tromboidal de lo más infinita!
Árbol de la Vida dentro de la Flor de la Vida – Tradición judía.
Un tetraedro es el símbolo de la creación. Es el aspecto más básico de las tres dimensiones. Algo menor a esto no puede ser construido. Para ello se necesita la profundidad que le da la tridimensionalidad. La misma estrella de David simboliza los dos tetraedros: la dualidad de la creación.
Si seguimos tirando del hilo, la misma molécula del agua: H2O (símbolo de la vida) tiene también una geometría molecular tetraédrica. Y tirando más, llegamos a la conclusión de que, si somos un 80% agua, nosotros mismos somos tetraédricos, como el Árbol de la Vida, como la creación.
“Hice pues, un arca de madera de acacia, labré dos tablas de piedra como las primeras, y subí al monte con las dos tablas en la mano. (Éxodo 25, 1o -13) – Antiguo Testamento.
La acacia, para los judíos, luego para los cristianos, más tarde para los musulmanes, está omnipresente en sus textos. Se cree que es la zarza ardiendo frente a los ojos de Moisés. Y, posiblemente, de ella se ha confeccionado el Arca de la Alianza y el Tabernáculo. Curiosamente es el árbol de la masonería y los mismos rosacruzes creían que de ella se había construido la cruz donde Jesús fue crucificado.
Cruzando el charco sigue el carácter sagrado del árbol, y algo me dice a mí que esta recurrencia no es solo por su belleza. Para los mayas, la ceiba soportaba a los trece cielos, los interiorizaba a través de su tronco y así llegaban a los nueve estadios del inframundo. Según el Popol Vuh, los dioses habían sembrado una ceiba roja al este, una negra al oeste, la amarilla al sur y al norte una blanca.
Para los incas, el Quishuar era intocable. A un Quishuar no lo cortaban. Si lo hacían vendrían las heladas, traídas del enojo de Viracocha que echaba a perder todos los cultivos.
Pero, bueno… ¡basta de hablar de tanto árbol suelto! Ahora me toca a mí. Tengo una relación íntima con este tema. Mi nombre proviene del laurel, o Laurus nobilis, que simboliza la victoria. En la antigua Roma, los emperadores que ganaban una campaña, lucían una corona con dos ramitas entrelazadas: «La corona de gloria que no se marchita». Eso es lo que soy en mi plano material: Laura, la victoriosa. En el espiritual, yo, como los dioses, tengo mi propio árbol. Se llama NacerEs. Hecho con flores de aquí, raíces de allá, fibras de un lado y semillas de otro. Y, mientras lo creaba, en collage, me fue enseñando cosas:
-Nosotros, los árboles, entregamos oxígeno porque es parte de nuestra fotosíntesis. Sin este intercambio no podríamos vivir. Tu respiración es mi alimento.
En nuestras charlas, me contaba la importancia del cuidado, el respeto, la confianza y la fe. Desde la raíz a sus frutos, me mostraba que debemos deshacernos del MIEDO a No-Ser para rehacernos en el AMOR a Ser y convertirnos en esos dioses que, al fin y al cabo, somos. Siéndonos a nuestra imagen y semejanza. Viajando desde una muerte que nos asciende y nos escala por todo el cuerpo y que, una vez en la coronilla, se dispara, y nos dispara, hacia ese Jardín de las Hespérides, Edén sagrado, especie de Valhala… rincón del cosmos donde habita nuestro trono desde el cual todo se crea. No por nada, para los griegos, el árbol era el templo de las deidades.
Cuando integré esto, me iluminé como Buda. Me hice Freya, amorosa, y con mis frutos gané mi guerra de Troya. Alcancé las alturas gracias a los sefirots que tiene mi cuerpo, como los soles amanecidos del Fusang, que no está en medio del mar del este, sino, más bien, en el amanecer de mi alma.
Y, cuando conocí a NacerEs,
mi pelo se enredó como largas raíces,
formando mi hogar en el viento.
De mis ojos se desahogó la sav(b)ia,
mis manos besaron la tierra
y el vientre, como en la fotosíntesis,
se me inundó de luz.
Vértebra a vértebra, espina a espina, logré levantarme
y desde mis altas ramas intenté observarme.
Y, entre mis pies, mis retoños.
POESÍA VISUAL