En busca del Sahara
Antes de adentrarme en el Sahara quise ir paso a paso, como en puntitas de pie, para deslizarme por lo que algún día fue la poderosa Al-Ándalus; tan inmensa hasta la Reconquista, cuando los cristianos, desde las montañas del norte, arrinconaron a los mudéjares en el último bastión de Granada. Así moría el reino nazarí.
Mudéjar significa doméstico o domesticado, y es como se conocía a los musulmanes que seguían viviendo en las últimas morerías*. Así, desde las faldas de la Sierra Nevada, donde se habían rendido frente a las tropas cristianas, comencé mi viaje.
La Alpujarra granadina – El último bastión
La Alhambra – Granada
Campos de Alhama. Andalucía.
A pesar de que los mudéjares habían quedado rezagados, al servicio de los señores cristianos (algo parecido a los indígenas americanos, en ese mismo momento al otro lado del charco), seguían practicando el islam. Pero a principios del siglo XVI, las cosas cambian. Se especula con futuros ataques y se toman distintas medidas, entre ellas la conversión obligatoria. El cardenal Cisneros era de la idea de que los mudéjares debían ser convertidos y esclavizados, porque como esclavos serían mejores cristianos y su Tierra quedaría segura para siempre. De esta manera aparece una nueva figura que se da a partir de 1502, cuando la conversión al cristianismo pasa a ser forzosa. Este nuevo personaje es el morisco, quien regresa a África con el islam.
Así yo, como morisca deportada, me fui acercando al estrecho. Un lugar mítico desde donde Hércules con sus fuertes brazos abre la Tierra para poder llevar a Micenas al gran monstruo Gerión. Seducida por los sinfines de la vieja Tarsis, solo buscaba alcanzar el tan soñado Jardín de las Hespérides y crucé el estrecho, llegué a Tánger y así comencé mi camino por el Magreb.
Fui costeando el Mediterráneo, como despidiéndome de un viejo sueño. Bajé a Uchda y allí, conocí la generosidad del pueblo bereber.
Mercado de Fezouane
Tajines del Magreb
En una de las calles de Uchda, estaban festejando. Me acerqué. Les pregunté (con gestos) y me invitaron a una boda bereber. La novia flotaba en el cielo sobre un palanquín blanco y brillante, como ella; sostenido por cuatro corceles árabes. Cambió de vestido tres o cuatro veces. Estaba radiante. Los pastelitos con crema de maní, los zumos de frutas y el té verde con menta me llegaban de a banquetes en una noche de casamientos y otros compromisos.
Del extremo este de Marruecos pensé en zigzaguear el Medio Atlás hasta llegar al Atlántico. Si antes fueron los moriscos, ahora me hacía bereber en la búsqueda del púrpura de los fenicios de Tiro.
Para solo un gramo de púrpura se necesitaban nueve mil moluscos, es lo que segrega ante el peligro la canaílla: un caracol marino que abunda en el Mediterráneo. Se cree que los fenicios de Tiro fueron los primeros en llegar por mar a las costas atlánticas en busca de este elixir. Este pigmento era muy codiciado. Los navegantes se hacían a la aventura tras el color de los sumos sacerdotes, césares y emperadores.
Según cuenta la leyenda, el dios fenicio Melkart caminaba por la playa con su perro cuando, de repente, vio que su hocico estaba pintado de un violáceo escarlata. Así, se cree, fue dada la púrpura a los mortales. Pero, para poder yo alcanzar el color de las reinas, primero debía pasar por sepias, ocres y cobres, algún turquesa, el verde de los arganes y los mil y un colores que tiene el Medio Atlás.
Desde los minaretes, el almuecín* invitaba a la oración cinco veces al día. A medio camino de Marrakech, conocía la siempre floreciente Fez: la antigua capital del reino meriní y quedé sencillamente maravillada. Es el zoco al aire libre más grande del mundo (o eso dicen). En los curtidores teñían los cueros y recordé mi color, había olvidado que estaba de paso; la laberíntica Fez me tenía atrapada.
La cordillera se coloreaba con rojos oxidados, intensos y granates, mientras se pincelaba entre cobres y sienas. El dorado de la hierba y el verde de los arganes salpicaban de óleos y acrílicos las montañas magrebíes. Cedros, encinas y abetos se levantaban a orillas de los ríos secos que arrugaban su piel. Los colores me perdían pero, sabía que tenía que llegar al turquesa de Chehchaouen y aún, todavía, pintarme del púrpura del Atlántico fenicio.
FEZ
Curdidores de cuero – Fez
FEZ
En las estribaciones del Rif
Checkchaouen
Carretera de Rommani a Oulmes
Curdidores de cuero – Fez
Rápidos de Oum Er Rabia
Los rápidos de Oum Er Rabia aceleraron el proceso, y cuando quise darme cuenta había encontrado el púrpura. Llegaba a las costas atlánticas, desde donde hace mucho tiempo (incluso antes de la llegada de los árabes), los bereberes cruzaban a las Canarias y así se hacían guanches para evolucionar como pájaros cantando desde La Gomera*.
Albufera de Oualidia – Océano Atlántico
Dirección Safi – océano atlántico
Deambulando en una suerte de laberinto gigante, me perdí en Marruecos. Subí, bajé, corregí, y volví a subir y a bajar. Aquí, para un amazigh*, los puntos de llegada se hacen puntos de salida, y una vez en el Atlántico me volví a perder.
Ahora, en el mar, las direcciones rolaban. Mi horizonte ya no se hacía de azules, púrpuras o turquesas. Ahora se mezclaba con amarillos y cobres, de anaranjados y dorados. Recuerdo que comenzaba a buscar kashbahs* y oasis descansando bajo la sombra de las datileras. Iba tras esas gargantas secas y desgarradas que tiene el Alto Atlás, y así fui cayendo rendida a los pies del Sahara.
Medina de Essaouira
Dirección Ribat El Khayr
Valle del Ziz
Garganta del Toudgha
Zagora
A través del Alto Atlás caí en tobogán al desierto, llegaba a Zagora. Antiguos valles glaciares se enredaban con mis pies, pisando yo eones y eras desde cuando el Sahara había sido parte de Gondwana.
Terrenos arcaicos me llevaban al campo de batalla del Siroco* y el Harmattan*, quienes se disputaban el acceso ilimitado sobre la vastedad del paisaje. Llegué a M´Hamid, después a Tinfou. Así me enfrentaba al colosal gigante.
M´ Hamid
Nuevas kashbah me escondían de la mirada abrasadora del sol por un rato, y así lo fui burlando entre oasis y otras gargantas.
Kashbah de Bonou- Dunas de Tinfou
Kashbah Ouled Driss
Garganta del Dadés
Kashbah de Ksirssifa
Acequias del oasis
Había llegado la hora. Entraba al Sahara por Merzouga. El horizonte también era circular, como las grandes cosas, como en mitad del océano. El misticismo que tiene la soledad me acompañaba, no es casual que las tres religiones reveladas hayan nacido en los desiertos.
Dunas de Merzouga
Bereberes del desierto
Desde el hondo silencio pude escuchar el gran secreto: Primero todo es un espejismo y después se hace oasis, de tanto creerlo, de tanto buscarlo, de visualizarlo y de agradecerlo.
EL RELATO EN IMÁGENES